La IA tiene sed: el costo oculto de agua y energía

La inteligencia artificial generativa se consolida como motor de la economía digital, pero detrás de cada respuesta se esconde un costo invisible: millones de litros de agua, gigavatios de energía y toneladas de residuos electrónicos. La revolución que promete transformar el futuro podría estar poniendo en jaque los recursos más críticos de nuestro presente.

Inteligencia Artificial y Desarrollo.22 de agosto de 2025Redacción MBA.Redacción MBA.
ia agua

La inteligencia artificial generativa se nos presenta como una fuerza etérea, una conciencia digital que habita en la nube. Pero detrás de cada respuesta ingeniosa y cada imagen sorprendente, existe una maquinaria física colosal con un apetito voraz por los recursos más preciados de nuestro planeta: el agua y la energía. Las revelaciones recientes de gigantes tecnológicos no son anécdotas aisladas, sino el primer capítulo de una historia que debemos empezar a leer con urgencia.


El nacimiento de la conciencia digital


En nuestro día a día, hemos normalizado la magia. Le pedimos a una inteligencia artificial que nos redacte un correo, que depure código o que imagine un astronauta montando un dinosaurio en Marte. En cuestión de segundos aparece la respuesta. Esa experiencia limpia e instantánea nos da la sensación de que estamos lidiando con algo inmaterial. Pero lo que parece un susurro en la nube es, en realidad, el rugido ensordecedor de una infraestructura física gigantesca que consume recursos naturales a una escala difícil de concebir.

Los centros de datos que hacen posible esta revolución ya no son los mismos edificios impersonales de hace una década. Se han transformado en auténticas fábricas de inteligencia, con hileras interminables de procesadores especializados capaces de ejecutar billones de operaciones por segundo. Modelos como GPT-4, Gemini o Llama no solo requieren algoritmos avanzados, sino también una base industrial que se alimenta de energía sin descanso. Y de ese esfuerzo emerge un enemigo tan invisible como implacable: el calor.

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Agua: el refrigerante invisible


Cada chip que procesa información desprende calor, y cuando hablamos de millones de chips trabajando en paralelo, el desafío se convierte en una cuestión central de ingeniería. Durante años, el aire acondicionado industrial fue suficiente. Pero con la densidad computacional que exige la inteligencia artificial, la industria recurrió a un recurso más eficaz y abundante: el agua.

Hoy sabemos que el sector consume cifras alarmantes. Solo en Estados Unidos, los centros de datos utilizan cada año más de 160.000 millones de galones de agua, lo suficiente para abastecer a varias ciudades medianas. Google ha reconocido que su consumo se disparó en los últimos años, en paralelo con la expansión de sus servicios de IA. En algunos complejos, el gasto equivale al de una comunidad de 30.000 habitantes. Lo más inquietante es que muchos de estos centros se ubican en regiones áridas, donde cada litro es objeto de disputa social y ecológica.

El problema no es únicamente la magnitud del consumo, sino también la forma en que se pierde. El agua utilizada en la refrigeración evaporativa no regresa al ciclo hídrico local: se transforma en vapor y desaparece. Cada interacción con un chatbot o generador de imágenes, por pequeña que parezca, abre un grifo invisible a cientos de kilómetros de distancia. Las proyecciones globales señalan que, para 2027, el consumo de agua vinculado a la inteligencia artificial podría superar los seis mil millones de metros cúbicos, más que todo el uso anual de un país como Dinamarca.

 
Energía: una red bajo tensión


Si el agua es el refrigerante, la electricidad es el alimento. Y la inteligencia artificial es un comensal insaciable. Se estima que una sola consulta a un modelo generativo puede requerir entre diez y treinta veces más energía que una búsqueda tradicional en Google. Cuando multiplicamos esa cifra por los miles de millones de interacciones diarias, el impacto se vuelve abrumador.

La Agencia Internacional de la Energía calcula que, de aquí a 2026, el consumo eléctrico de centros de datos, criptomonedas e inteligencia artificial se duplicará, alcanzando un nivel equivalente al de toda la población de Japón. En Estados Unidos, los data centers ya representan más del cuatro por ciento del consumo nacional y generan más de 100 millones de toneladas de CO₂ al año, una cifra superior a la de varios sectores industriales combinados.

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La magnitud de la demanda preocupa incluso a los líderes de la propia industria. Sam Altman, director ejecutivo de OpenAI, ha advertido que “el costo de la IA convergerá con el costo de la energía”. Sus cálculos sugieren que, en pocos años, será necesario sumar decenas de gigavatios de capacidad adicional, lo que equivale a decenas de nuevos reactores nucleares, para sostener el crecimiento del sector. Mientras tanto, las grandes tecnológicas buscan asegurarse contratos de energía renovable a gran escala, pero la velocidad de crecimiento de la demanda supera con creces la capacidad de expansión de las redes. En la práctica, buena parte de los complejos siguen dependiendo de electricidad generada con gas y carbón, prolongando una dependencia que se suponía superada.

 
La paradoja de la eficiencia


Ante semejante panorama, la industria apuesta todo a la eficiencia. Nuevos chips especializados prometen reducir el consumo por operación; los investigadores desarrollan técnicas de compresión de modelos que hacen posible versiones más ligeras y menos costosas; y los centros de datos más modernos exhiben índices de eficiencia energética cercanos al ideal.

Pero aquí aparece una ironía conocida en economía como la Paradoja de Jevons. Cuando una tecnología se vuelve más eficiente, su uso no disminuye: se expande. Eso es precisamente lo que ocurre con la inteligencia artificial. Cada avance en eficiencia abre la puerta a modelos más grandes, aplicaciones más complejas y una adopción masiva que termina anulando las ganancias iniciales. Una consulta individual puede volverse más “verde”, pero el consumo agregado sigue creciendo a un ritmo exponencial.

A este dilema se suma otro aspecto menos visible: los residuos electrónicos. El ciclo de vida de los chips de IA es corto. La carrera por la innovación deja tras de sí millones de toneladas de desechos difíciles de reciclar. Estudios recientes calculan que el entrenamiento de un solo modelo de vanguardia, contando también la fabricación de hardware, puede generar emisiones equivalentes a décadas de uso de varios automóviles. La huella ambiental de la IA no termina en la electricidad ni en el agua: también se acumula en montañas de silicio obsoleto.

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El costo real de la conciencia digital


La inteligencia artificial ya no es un experimento de laboratorio. Es una capa crítica de la economía contemporánea, una infraestructura sobre la que se apoyan industrias enteras. Sus beneficios son evidentes en campos como la medicina, la educación o la ciencia. Pero esos beneficios se sostienen en un costo ambiental real, medible y en rápido crecimiento.

El futuro de una computación sostenible no depende únicamente de algoritmos más eficientes, sino de cambios estructurales. Se están explorando tecnologías de refrigeración líquida por inmersión que consumen menos recursos, la relocalización de centros de datos en climas fríos para reducir la necesidad de aire acondicionado y la integración con fuentes de energía renovable o nucleares modulares. Sin embargo, las soluciones tecnológicas no bastan sin un cambio cultural profundo. Es necesario desarrollar una conciencia de carbono en el diseño de software, donde la eficiencia ambiental se mida con la misma seriedad que la precisión del modelo.

 
El dilema de nuestra era digital


Hemos creado una fuerza de un potencial inmenso, pero su sed y su apetito crecen con cada avance. La verdadera prueba de nuestra inteligencia colectiva no será hasta dónde podamos llevar a nuestras máquinas, sino hasta dónde podamos gestionarlas de manera sostenible en un planeta de recursos limitados.

La IA promete curas médicas, descubrimientos científicos y nuevas formas de creatividad. Pero si ignoramos su huella física, corremos el riesgo de levantar una revolución tecnológica sobre pies de barro. La pregunta es ineludible: ¿estamos construyendo un oráculo que nos guíe hacia un futuro mejor, o un gigante insostenible que devore los recursos que necesitamos para sobrevivir?

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