Se pincha el fomo de la IA y llega la hora del balance

Tras una década de promesas desmesuradas, la inteligencia artificial deja de venderse como varita mágica y empieza a ser evaluada como lo que es: una infraestructura costosa, poderosa y limitada que ahora debe demostrar resultados concretos. El mercado empieza a exigir pruebas: adopción real, retorno medible y un modelo de negocio que cierre sin quemar fortunas en cómputo y data center.

Inteligencia Artificial Hace 2 horasRedacción MBARedacción MBA
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La inteligencia artificial no se “cayó” tecnológicamente. Lo que se está desinflando es el relato que la rodeaba: ese mito de una fuerza casi mística capaz de resolver por sí sola productividad, salud, educación, política y hasta sentido de la vida. En 2025, la conversación madura a la fuerza: los mismos actores que inflaron expectativas —empresas, inversores, gobiernos, medios— se ven obligados a preguntarse qué queda de todo ese entusiasmo cuando se miran cifras de adopción, facturas de cómputo y casos reales de uso.


Qué significa realmente “el fin del hype”


Hablar del fin del hype sobre la IA no es negar el avance técnico, sino cuestionar la narrativa que la presentada como un destino inevitable y homogéneo. La retórica dominante durante años funcionó con un patrón reconocible: primero se anunciaba que “todo va a cambiar”, luego se insinuaba que quien no se sumaría quedaría fuera del futuro, y por último se dejaba en un segundo plano la discusión incómoda sobre riesgos, costos y distribución de poder.

Esa fase empieza a agotarse. El promedio ya probó alguna herramienta generativa, vio sus aciertos y sus errores, y perdió parte de la fascinación inicial. En las empresas ocurre algo parecido: después de la ola de pilotos, aparece el momento en que hay que justificar presupuesto, reconfigurar procesos internos y documentar beneficios. Cuando la tecnología baja del estrado de la “revolución permanente”, queda a la vista la brecha entre la promesa de transformación total y el mucho más lento trabajo de integración.


La factura oculta: energía, datos y trabajo humano


Buena parte del hype se construyó sobre una ilusión de inmaterialidad: la idea de que la IA era pura “nube”, puro software sin fricción, capaz de escalar sin grandes consecuencias físicas. La realidad es más áspera. Cada modelo grande implica centros de datos gigantescos, consumo energético elevado, cadenas globales de fabricación de chips y, en los niveles anteriores, millas de horas de anotación, curaduría y moderación de contenidos por parte de trabajadores invisibles.

Ese costo estructural obliga a replantear el entusiasmo inicial. No es lo mismo desplegar un sistema que responde preguntas puntuales en un entorno acotado que sostiene interfaces conversacionales masivas, operativas las 24 horas, entrenadas sobre corpus crecientes y en idiomas múltiples. Allí no solo entra en juego la huella de carbono, sino también la cuestión de quién paga la cuenta y quién captura el valor añadido: si la ecuación favorece siempre a un puñado de grandes proveedores, la promesa de “democratización” pierde credibilidad.

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Ganadores y perdedores de la corrección



Los gigantes de infraestructura.


Los primeros beneficiarios de la fiebre de la IA fueron los actores capaces de financiar y operar la megainfraestructura necesaria: grandes plataformas tecnológicas, fabricantes de chips, proveedores de nube. Esa no se borra con la corrección del hype, pero sí se vuelve menos automática. A medida que los costos se vuelven más visibles, los clientes corporativos empiezan a exigir contratos más equilibrados, claridad sobre lock-in tecnológico y mecanismos para no depender completamente de un solo proveedor.

La corrección también abre un espacio incómodo para estos gigantes: deben explicar por qué el crecimiento de centros de datos, líneas de transmisión y consumo energético merece el apoyo de reguladores y sociedades enteras. Si las ganancias quedan arriba mientras los impactos ambientales y laborales se distribuyen abajo, el conflicto político será inevitable.



Startups y empresas intermedias


Las startups que se montaron a la ola del hype con promesas vagas son las más expuestas. Aquellas que construyeron su discurso sobre la idea de “ponerle una capa de IA a todo” sin una hipótesis clara de negocio empiezan a encontrar un clima de inversión más escéptico. El capital sigue existiendo, pero ahora llega acompañado de una consigna incómoda: mostrar tracción real, unit economics razonables y una propuesta de valor que no depende solo de mencionar la sigla de moda.

En el otro extremo aparecen compañías que aprovechaban el hype de manera táctica, pero construían con paciencia: integraban IA en procesos concretos (logística, mantenimiento, análisis de riesgo, diagnóstico) sin anunciar que iban a “cambiarlo todo”. Para ellas, el fin del ruido es una oportunidad: menos competencia cosmética, más espacio para discutir métricas serias con clientes que ya pasaron la etapa del experimento superficial.

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La brecha entre promesa y práctica


Uno de los núcleos de la corrección tiene que ver con la diferencia entre lo que se vio en demos y lo que sucede cuando una organización intenta incorporar IA en su día a día. En las demostraciones, un modelo puede generar código impecable, redactar informes en segundos o resumir documentos complejos. Pero llevar eso al mundo real implica lidiar con bases de datos inconsistentes, procesos regulados, culturas internas resistentes y responsabilidades legales que no se pueden delegar a una caja negra probabilística.

Esa brecha se nota, por ejemplo, en oficinas donde se esperaba que la IA “liberara tiempo creativo” y lo que se obtuvo fue un aumento de correcciones, revisiones y verificación manual. También se observa en sectores donde se suponía que bastaba con automatizar tareas rutinarias para mejorar la productividad, pero emergieron problemas nuevos: dependencia excesiva del modelo, pérdida de contexto, erosión de habilidades básicas y una nueva capa de “ruido asistido” que alguien tiene que limpiar.

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Riesgo, regulación y narrativa pública


La primera ola de entusiasmo convivió con alertas de todo tipo: desde el riesgo de uso malicioso y desinformación hasta escenarios de pérdida masiva de empleos o pérdida de control sobre sistemas cada vez más autónomos. En el pico del hype, esas preocupaciones se usaban de forma ambivalente: servían tanto para reclamar mayor regulación como para reforzar la idea de que la tecnología era tan poderosa que merecía un trato especial.

Con el enfriamiento del relato, la discusión regulatoria también cambia de tono. Ya no se trata solo de imaginar escenarios extremos, sino de gestionar problemas concretos: sesgos en modelos que afectan decisiones críticas, errores en diagnósticos o recomendaciones, fuga de datos sensibles, impactos en la competencia cuando unas pocas empresas concentran modelos y recursos. El foco se desplaza desde la fascinación con una posible “superinteligencia” hacia la gobernanza de sistemas muy imperfectos, pero ya influyentes.

Al mismo tiempo, la narrativa pública se reconfigura. La figura del tecnólogo visionario omnipotente pierde brillo, mientras ganan espacios perfiles que combinan conocimiento técnico con sensibilidad social, ética y política. Preguntas como quién diseña la IA, para qué objetivos, con qué supervisión y bajo qué incentivos dejan de ser asuntos “de nicho” y pasan al centro del debate.


Lo que queda cuando baja la espuma


Cuando un ciclo de hype termina, suele quedar un paisaje mixto: infraestructuras construidas, expectativas frustradas, aprendizajes duros y algunos avances sólidos que sobreviven al cambio de clima. Con la IA ocurrirá algo parecido. No se va a desinventar ni volver a un estado marginal, pero sí perderá el aura de destino único y se convertirá en una herramienta más, importante y discutida, dentro de un ecosistema tecnológico amplio.

En ese escenario, el desafío ya no es imaginar una inteligencia artificial abstracta que lo resuelva todo, sino hacerse cargo de decisiones muy concretas: qué problemas vale la pena abordar con modelos de alta potencia, qué tareas conviene mantener bajo control humano estricto, qué infraestructuras estamos dispuestos a financiar y qué tipo de sociedad queremos construir con estas capacidades disponibles. La fase post-hype no ofrece respuestas fáciles, pero sí una ventaja: obliga a elegir, y deja menos margen para esconder decisiones políticas detrás de la palabra “inevitable”.

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